lunes, 16 de diciembre de 2013

Romo y el Ogro

Romo que reniega de su nombre (Romualdo), pero no de su apodo, es prolijo, metódico, algo introvertido, y le encanta el fuego. Puede pasar horas mirándolo, agregando maderas o acomodando las que ya arden. A veces siente que todo lo que tiene es el fuego y el cielo.

Vive al lado de las vías, en esa hilera de casas que hoy ya son una microciudad y, cuando hay trabajo, ofrece su cuerpo flaco a la construcción de inmuebles que nunca podrá habitar.

En el mediodía de la construcción deja el cemento y se ocupa del asado. Poco a poco, sumó a su facilidad para encender rápidamente un fuego digno, ciertos criterios de cocción: ofrece en primer término el hueso al calor, cuida que la carne no se arrebate midiendo con sus castigadas palmas la temperatura que le llega, y aún cuando la materia prima no suele ser de la mejor calidad, procura conservar un punto de cocción que deje ver algo del animal que fue.  

Hace poco, trabajó en la remodelación de un hotel de lujo y soñaba con que el jefe de cocina lo viera hacer el asado para la cuadrilla y lo convocara a la cocina, a la que espiaba cuando podía. Romo nunca concretará su sueño, siquiera podrá seguir prendiendo fuegos para calentarse o cocinarse.

La prisión le quitó a su padre cuando era un niño y le dejó un pánico que lo lleva a desistir sistemáticamente de las invitaciones a las rondas en las que otros jóvenes del barrio obtienen botines varios.

El ogro que nunca conoció a su padre y también gusta de su apodo, visitó una carnicería y a falta de efectivo que lo satisficiera, completó su robo con unos tiros y un botín especial. Volvió al barrio y mandó llamar a Romo. Temeroso, Romo acudió. Le encargaron que se hiciera cargo del banquete. Romo encendió el fuego en el descampado, bien cerca de las vías. Sabía que cuando pasaba el tren se hacía una correntada que lo ayudaría en el encendido. Nunca había hecho una pieza de carne de tanto espesor y debió amainar la ansiedad general. Recién cuando la carne estaba cobriza y dorada por fuera y destellaba rojo furia en su interior, la sacó del fuego, dejó que mermara la crispación de los jugos internos, la cortó y sirvió. El ogro, poco conocedor, se quejó. Entonces, el orgullo de Romo —tal vez potenciado por el hartazgo del sometimiento a los designios del ogro— pudo más y se le plantó como nunca nadie lo había hecho. Cuando la cosa estaba áspera, y el Ogro había sacado su arma, llegaron varios móviles policiales, en busca de los autores del robo a la carnicería.

La balacera no tardó en escucharse. Del Ogro no se supo más. Romo, con su piel cobriza y dorada, era rojo furia en su interior, pero sus jugos mermaron su crispación fuera de su cuerpo, gracias a tres conductos de nueve milímetros de diámetro.

3 comentarios:

  1. Una historia culinario-policial sin desperdicio.
    Para mi gusto le salió un poco crudo, métale más fuego la próxima ;)

    Un abrazo

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  2. Puedo imaginar perfectamente los personajes y la ambientación de esta historia, sobre todo y para ponerle más dramatismo, me los imagino en el medio de esta ola de calor, al mediodía, llenos de sudor, resignados, con ropa de trabajo gruesa para cubrir la piel. El resto tu relato, tal cual.

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  3. Ya no hay más historias de trenes? hay nuevas historias por otros lados? Me da cierta melancolía ya no ver tus relatos SAL, a veces el exceso de realidad duerme la fantasía. Espero no sea este el caso.
    Saludos

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